Sobre Los lobos
Daniel Villegas escribe sobre el film dirigido por Samuel Kishi, que retrata la vida de los inmigrantes y los marginados desde la óptica de la nostalgia.
El mecanismo clave es la oscilación; la forma del cine de Kishi es el oscilar. Los cortometrajes Luces negras (2009) y Mari Pepa (2011) explicitan el movimiento del balanceo: un ir y venir a partir de un punto de anclaje. En Luces negras, Chow, un joven chino que trabaja en una tienda escuchando por audífonos lecciones de español, está indeciso en el descubrimiento sensual/erótico al conocer una cliente con quien no logra desenvolverse, entre otras cosas, por el idioma; además, el planteamiento de un cruce entre lo que el cortometraje desarrolla como formas de representación sobre lo que Chow experimenta: secuencias ensoñadas donde suceden desenvolvimientos sin problemas de comunicación y por otra parte el visionado de películas en las cuales se identifica por el erotismo de las mismas; catárticas, como si cumplieran el cometido que no puede llevar a cabo cada vez que la clienta se aparece en la tienda, como cuando reconocemos en la pantalla de su sala el film The Graduate (Mike Nichols, 1967). En Mari Pepa, vaivenes musicales: pasos del rock punk a boleros, como partes fundamentales de la identidad de los protagonistas; las distancias generacionales, tanto físicas como culturales, entre Alex (el personaje centro) y su abuela.
Los largometrajes Somos Mari Pepa (2013) y Los lobos (2019) desarrollan esos mecanismos de una manera mucho más lograda, por las posibilidades de extensiones narrativas. Somos Mari Pepa, continuación del segundo cortometraje de Kishi, propone como conflicto el crecimiento de sus intérpretes adolescentes, unidos con el pretexto de participar en una banda de rock punk, con obligaciones e intenciones más complejas: encontrar un trabajo, conscientes de que será temporal y no les beneficiará de la manera económica que esperan; saber que no progresan en sus ensayos con sus canciones, por desinterés y falta de talento, sin decirse que prefieren terminar con la banda por el surgimiento de nuevas responsabilidades; buscar experiencias sexuales y presumirlas, pero siendo tímidos en los encuentros; en lo plástico, los planos interiores son normalmente fijos y cuidados, mientras que en exteriores los planos implican movimiento y un cambio de formatos (de una cámara profesional de cine a una mini cámara digital), fortaleciendo lo transitorio.
En Los lobos, las oscilaciones están más pulidas y demuestran cierta consolidación de una poética, cuyo único pero, como también sucede con su largometraje anterior, es que de pronto no hay distancia con los universos respecto de las propias vivencias de Kishi, quien ha hablado de films autobiográficos, porque su mirada ve con nostalgia y en ocasiones con sentimentalismo (entorpeciendo con esos tonos una puesta en cámara, actoral, narrativa, de consolidación de espacios, al usar música en la mayor parte de sus momentos clave).
Los lobos narra el viaje de Lucía con Max y Leo (sus dos hijos) de la frontera de México a Albuquerque. No sabemos exactamente su pasado económico, pero intuimos que realiza el cambio de país por problemas con el padre de sus hijos (quien “se fue por un foco”). El film se concentra en la experiencia de las dificultades que implica dicho cambio territorial/cultural y en el intento de la consolidación de vivir ahí. La forma de esa experiencia es el movimiento del columpio.
El sentido más obvio de ello es el que repercute en la comunicación: Lucía habla más o menos inglés, mientras que sus hijos van aprendiendo con la promesa de saber cómo pedir un ticket cuando vayan a Disney. El otro es de orden temporal, del moverse con recuerdos que marcaron a los tres: la presencia cándida del abuelo, a quien traen al presente con la voz registrada en una grabadora (ahí las texturas sonoras también oscilan, con contrastes: del sonido directo a la reproducción metálica que activa un patrón de registro de voz casi fantasmal). El afuera y el adentro: el trabajo de Lucía fuera de casa y el encierro de los niños en un cuarto que rentan, solos, deseando salir a jugar.
Está el de la representación/configuración de los temas, pendular en tres movimientos: 1) por una parte, planos fijos con pretensiones de postal como documento, donde personas (podemos suponer no actores), miran de frente a la cámara para hacernos saber el carácter de la población de esa localidad de Albuquerque, con los espacios donde viven, someros, pobres, descuidados, calmos, que rompen el nivel ficcional/actoral del drama; 2) los planos en movimiento y otros fijos, pero de un carácter lírico en busca de observar pequeños detalles, bellos, que los niños observan como por casualidad y sorpresa; 3) las animaciones que cobran vida a partir de cierto escapismo que surge de la imaginación de Max y Leo, donde se dan personajes con habilidades maravillosas.
El fundamental está en el gesto de las actuaciones y de una de las problemáticas que atraviesan el film y es el que propongo pretende comunicar Kishi desde el título: el de oscilar de la pasión/compasión a la ferocidad, de la tranquilidad/pasividad a la dureza, del cansancio de la situación a la felicidad de la unión, tanto en Lucía como en Max y Leo. Esto no es un emparentar los conceptos de la niñez y la maternidad, sino la exploración cinematográfica de algunas de sus ambigüedades.
Daniel Villegas nació en Puebla en 1996. Ha publicado crítica de cine y literaria en distintos espacios de periodismo cultural. Cursó estudios de licenciatura en filosofía y cine. Actualmente trabaja en una investigación sobre las formas del ensayo en la obra de Godard.
Disfruto leer a Daniel Villegaz, acertado es.