Notas sobre la forma de la épica chica en vísperas de la gran mudanza y el aparecimiento del metaverso sucio. Americana
Tras las huellas de Lukács, Kaput salda cuentas con la épica desinflada de los 80: el amor en Carver, la nota deportiva en Ford, ¿los cuervos en Lucia Berlin?
La imposibilidad de acercarse a Homero —sólo sus poemas son épica en sentido estricto— se debe a que ha encontrado la respuesta antes de que la marcha del espíritu en la historia permitiera que sonara la pregunta. El que quiera puede acercarse desde aquí al misterio del helenismo, a su perfección, impensable desde nosotros.
Lukács
Desinflado
En algún lado leí, o me contaron, que el cuento posmoderno era como una rueda de bicicleta alterada: el autor iba quitando uno a uno los rayos, para ver hasta dónde aguantaba. El arte de dicha fórmula, fórmula que a menudo cito, recae en saber detenerse antes de que la llanta ceda; ahí se juega la calidad del cuento. O sea, la forma circular de la rueda, aunque disminuida, permanece. Está bien, la imagen se sostiene, ilustra una intención. Pero ahora que estamos a punto de mudarnos al metaverso de la realidad clasemediera, donde todo es alterno, donde seremos sostenidamente felices, desdoblados en formas redondas, me gustaría contarle sobre lo que pasa en el lector cuando esa circularidad se desinfla.
El minimalismo de la cuentística estadounidense de los 80 es la cara académica del realismo sucio anunciado por la revista Granta en el verano de 1983. De Granta también se pueden decir muchas cosas, una al menos es cierta: en el circuito editorial americano sus dichos suelen ser afortunados, lo mismo en Nueva York que en las capitales latinoamericanas. Sus críticas imponen, o al menos intentan hacerlo, el gusto continental. Para esto echan mano, con bastante suerte, de una prosa de bautizo, pensada para futuros cintillos. La casa de la nueva escritura, se hace llamar; y lo es a su manera. El realismo Kmart, por otra parte, no es sino la masificación del realismo sucio, el Monsanto de una semilla mucho menos modificada: sus principales cultores no buscaban probar que es posible contar la estandarización de la tragedia americana echando mano de las mercancías de un automercado de remate. Un plan de trabajo así denota una autoconciencia que el Nuevo Realismo, como se autonombraba, rehuía como a la peste. El término minimalismo, para colmo, resulta más impreciso que explicativo, porque mientras que la academia no se percata o decide no ocuparse de las contradicciones entre el término y sus descripciones, el lector menos especializado pero igualmente informado relaciona los textos con las artes visuales de los 60 y 70. La historia de las bicicletas.
La lista de deseos de Raymond Carver, Bobbie Ann Mason, Richard Ford, Tobias Wolff y Ann Beattie no se produjeron pensando en las salas del MoMA. Carver seguramente borroneó la suya en una junta de Alcohólicos Anónimos, do you see what I’m saying?
El amor en Carver
La diferencia entre “Bienvenido, Bob” (1944) de Onetti y “De qué hablamos cuando hablamos de amor” (1981) de Carver es la ausencia de autoconciencia ética. ¿Por qué digo esto? Porque el gesto artificial de autolimitarse al momento de discutir autores americanos me cansa un poco, sólo por eso. Y el ejemplo vale porque permite percibir una de las ausencias importantes en el cuentista de Oregon: el narrador que desea algo. El lector puede compartir o no el ethos que ordena la atmósfera afectiva del relato del montevideano, en este caso el fracaso de su antagonista; no importa, ahí está, latiendo, guiándolo en esa atmósfera de revancha largamente aplazada. Onetti es un maestro en lograr ese efecto. Pienso en Juntacadáveres. Los narradores de Carver procuran por el contrario la neutralidad, se detienen, ecuánimes, en la superficie. Cuando dan con una de las muchas cuarteaduras que comparten sus personajes, cierran. Por este camino podemos apreciar su diálogo con Fitzgerald, no sólo con Hemingway. Sus cuentos parecieran surgir de los ensayos que publicó Scott en la revista Esquire en 1936, The Crack-Up. Pero en otro registro, con otro estilo, prescindiendo de marcos valorativos. Sus narradores se limitan a consignar para el lector, y éste, casi siempre de manera diferida, experimenta el sentido de una forma que se niega a la circularidad, reproduce la pérdida asordinada de algo medular (el cierre del relato, el sentido de la historia, la experiencia del amor), de ahí el efecto de interpretación desplazada hacia el lector, aunque éste sepa que ese sentido no está enteramente ahí, que bien pudiera ser otro. La mentada simplicidad inexpresiva de Carver nos implica, el narrador no sólo participa en una partida de Jenka, recorta para el lector una pequeña muestra del blue collar cotidiano, haciéndolo partícipe del colapso: “Fat”, “Boxes”, “Lemonade”, “Feathers”, “Signals” y ese cacho de americana titulado con derroche “What we talk about when we talk about love”.
Por cierto, gracias a Gordon Lish, el “capitán ficción” de los primeros 70, Carver publicó “Vecinos” en Esquire, año 71. Lo apunto para documentar, así sea editorialmente, la conexión de Ray con Fitzgerald, y porque Lish fue el Max Perkins de su época: un artista de la edición, un tiburón editorial, un hombre de letras americano.
La nota deportiva en Ford
Hay vidas que no se ajustan al punto de vista de un periodista deportivo, o eso dice Frank Bascombe después de entrevistar a Herb Wallagher, exdelantero del club de futbol de Detroit. Herb es ejemplo de coraje y determinación para sus antiguos compañeros. Frank no puede dejar pasar tremendo cachalote: tras sufrir un accidente de esquí acuático que lo deja en silla de ruedas, Herb se licencia en ciencias de la información, desposa a su fisioterapeuta negra, es nombrado capellán honorario de su equipo. Bascombe viaja de Nueva Jersey a Walled Lake, Michigan, para encontrarse con un hombre pequeño, de piernas encogidas, hombros huesudos, camiseta con la palabra BIONIC en el pecho, zapatillas rojas y bermudas a cuadros. El aspecto general, apunta mentalmente, es el de una cigüeña con gruesas gafas de concha empotrada de mala manera en el porche. No importa. Si le sigue el juego, la entrevista con Frank lo hará superar el dolor, convirtiéndose en modelo de conducta. Ese es su destino, está en la última yarda del touchdown. Pero Herb es un exdelantero de americano, en silla de ruedas, con zapatillas rojas, así que sólo se le antoja mandar todo al cuerno, insultar al periodista, contarle un sueño, afirmar que él, lo mismo que Ulysses Grant, es un verbo, arrancarse a llorar para terminar disculpándose. El veterano, claramente, no se ajusta a lo que Frank tiene en mente (perseverancia, trabajo en equipo, camaradería), así que se despide sin perder jamás la compostura. Su profesionalismo es a prueba de extravíos y dudas melancólicas.
El periodista deportivo aparece en 1986 y para mí ahí termina el minimalismo del realismo sucio. Porque Ford es un novelista capaz de contar un día en 236 páginas. Su narrador estrella prolonga —con ajustes regionales, me parece— la “ecuanimidad superficial” de Carver. Su mérito reside en otro lado: trasplantar al campo del periodismo deportivo —subgénero de otro subgénero si somos idealistas, género estrella del mercado estadounidense si somos realistas— el hábito más rancio del modernismo literario: ficcionalizar la poética de la novela como el código operativo encargado de significar en última instancia los materiales de la historia. En la siguiente novela, El día de la independencia (1995), Frank Bascombe trabaja en bienes raíces, el tono edificante de la nota deportiva le parece ya inhabitable, possibly this is one more version of disappearing into your life.
Los cuervos en Berlin
Entonces, reconozcamos que nadie sabe exactamente qué fue el realismo sucio, o el minimalismo estadounidense, o cualquier otro mote aplicado a la brigada redneck de los 80, como llamaron al grupo sus detractores. Eso nos permite hablar de Lucia Berlin, a quien el mercado editorial suele comparar con Carver a pesar de los desmarcajes de la autora: “I wrote like him before I ever read him”. La producción de Berlin, hasta donde sé, arranca en 1961 con la publicación de “Mama and dad” en el número 4 de la revista de Saul Bellow, The Noble Savage. O sea que algún hijo putativo de Granta anda por ahí, reciclando cintillos. No, Lucia es una autora de frontera en la línea de James Fenimore Cooper, Louis L'Amour, Ray Loriga cuando quiso ser neoyorquino y se conoció todas las casas del panqué de la frontera Estados Unidos-México. Esa mirada imperial sobre el otro racializado no me interesa, no en el caso de Berlin. Pero me interesan mucho sus series de miniaturas: salas de emergencia, problemas con la bebida, trabajos manuales, drifters solitarios, cuerpos frágiles, cuervos, parejas fracasadas, fragmentos dispersos en sus cuentos con los que el lector puede reconstruir paisajes afectivos profundamente americanos.
Podría decirse que los matices autoficcionales de las series de Berlin funcionan como las acuarelas de Winslow Homer: la autora echa mano de las cualidades de las superficies con las que trabaja persiguiendo en última instancia un efecto de luz. El mejor realismo americano dialogó siempre con la pintura, tengo la impresión de que la fijación de Martín Luis Guzmán —quien vivió a las orillas del Hudson— con la luz del valle de México surgió de ahí. Igual me equivoco, no pasa nada. El punto es que justo en ese cruce se aprecia mejor la manera en que las narradoras de Lucia iluminan la realidad. Bajo esa diafanidad sombría, de secado impredecible, “Homing” es su obra maestra, un clásico de la cuentística estadounidense, la narración que articula, además, la serie que más me inquita.
El pequeño misterio de la aparición de los cuervos abre el cuento. El lector —quién no— recuerda las figuras, escucha los graznidos de la parvada al atardecer. Pero lo que mengua tras sus formaciones es la luz del sol. Cuando la noche finalmente cae, las aves se ocultan en uno de los árboles situado frente a su casa. La mañana siguiente, cuando los primeros albores iluminan las rocas del monte Sanitas, la narradora sólo ve ciervos. ¿Se marcharían por la noche? La escena se repite por algún tiempo: cientos de pájaros negros salidos de quién sabe dónde por la tarde, ocultos entre el follaje de un arce por la noche, desaparecen antes del amanecer. Ahora es invierno, los cuervos migran. Su ausencia empuja a la narradora a repasar su vida desde los supuestos de una ficción asordinada que opaca el remordimiento: ¿Y si hubiera hablado con Paul? ¿Y si se hubiera casado con H? ¿Y si hubiera vivido con Wilson? ¿Y si su familia hubiera muerto en un terremoto? ¿Y si hubiera pedido ayuda? No importa, declara aferrada a su tanque de oxígeno, todas las combinaciones desembocan en la misma soledad, en el mismo porche bajo las piedras de Dakota. Los hechos de la vida son predecibles e inevitables, llegan al pardear la tarde, como cuervos.
Ahora que estamos a nada de marcharnos, le confieso: espero que el metaverso sucio nos libre de la tentación de reescribirnos allá sin culpas ni consecuencias, lo otro es inhabitable.
Roberto Kaput González (Tampico, Tamaulipas, 1975). Crítico literario. Maestro en la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores. Autor de El México de Afuera. Polemistas de la Revolución Mexicana (UANL 2020) y Somos lo que nos trae el tiempo (Tilde 2020), biografía musical del grupo THR-CRU2. Padre de Gaviero, amigo de los López Salazar. Gramsciano. Le gusta rodar.